Lunes, 1 de noviembre de 2010 (continuación)
—XI—
Tengo ante
mí, y en la retina de mi memoria, además de las imágenes grabadas en este equipo,
el pequeño catálogo de su exposición. Y acabo de leerlo. Es alucinante, desde
que lo traje a casa el día de la inauguración, no me había molestado en leerlo,
sólo había hojeado sus imágenes.
Creo que es capital para escribir el
poemario que lo reproduzca, y así tenerlo a mano cuando esté trabajando. Todo cuanto he escrito hasta ahora
me ha nacido sin la influencia (al menos directas) de sus palabras… Habrá que seguir creyendo en la
sintonía que nos une, como buenos hermanos que somos, y habrá que seguir
creyendo que la inspiración, entre otras cosas tiene un componente de
pensamiento inmaterial, de ondas especiales que algunos hombres tenemos la
dicha de capturar de un modo que aún es desconocido. Así escribe mi hermano:
Seis años han pasado desde la última vez
que mostré mi pintura públicamente en Segovia.
Yo mismo, al mirar atrás y observar mi
trayectoria, me sorprendo de los cambios que aparentemente saltan a la vista.
Seis años de evolución lenta y continua, de exploración sin autolimitaciones,
sin sentirme influenciado en exceso por terceras personas, de gran libertad en
definitiva, para que la obra fluyera con naturalidad y para que a su debido
tiempo, que es éste, se hiciera un alto en el camino y se observara lo
ocurrido.
En estas líneas contaré mis impresiones y
os hablaré algo de mis motivaciones, en un lenguaje que espero no sea críptico,
tedioso o de especialista en el ámbito de la teoría del arte. Me interesa ser
entendido y no convertir la interpretación del lenguaje artístico en una
disciplina autocontemplativa.
Varias líneas de fuerza cimientan la
progresión o cambio aparecido: una mayor preocupación y dedicación a la
contemplación del entorno y una presencia importante del ser humano como
protagonista de la pintura. Siempre han existido esas dos vertientes en mi
obra, pero más camufladas, ocultas por otras realidades más evidentes.
Cuando digo que me ha interesado más el
entorno, he procurado salir de un cierto ensimismamiento en el que es fácil caer cuando uno pinta.
Uno mismo se vuelca en su interior y repite sin cesar fórmulas que pierden un
poco de sentido en la misma repetición. Una mirada a otras realidades puede
enriquecer y hacer que progrese la tuya propia. Esas otras realidades pueden
estar en un texto, en la historia, en la arqueología…
El otro pilar que fundamenta la nueva
obra es el hombre. Hablando en puridad tampoco es nuevo, pues aparece de forma
constante en muchas etapas previas. Lo que sí es nuevo es el enfoque: aparece
el individuo, la personalidad única que requiere un tratamiento único.
Tampoco son retratos per se en los que se intente reflejar la fisonomía
del que se pone delante de mí. A través de él y transformándose de manera que
ni yo mismo a veces entiendo, va apareciendo un ser nuevo, atemporal, que posee
algo del individuo que ha sido punto de partida. Se establece una danza extraña
entre el individuo único de aquí y de ahora y el arquetipo fuera del tiempo que
posiblemente todos llevamos dentro.
Entre este pilar de lo humano y el otro,
que era el de estar abierto a lo que nos rodea, ha aparecido una tercera
realidad que me interesa sobremanera: de forma curiosa me intriga la presencia
de Dios entre nosotros.
He leído textos bíblicos y tengo interés
en reflejar pictóricamente lo que transmiten. Creo que es un pozo inagotable y
yo, si vale la expresión, os he de decir que me divierto extraordinariamente
desentrañando los textos, reinterpretándolos y aportando mi visión personal
sobre el tema.
Cuando esto ocurre ya no hay problema de
estilo, deudas con el pasado, coherencias personales que seguir a rajatabla,
simplemente se hace lo que se tiene que hacer. Si el cuadro necesita una mancha
abstracta, se pone; y si hay que construir volumétricamente un elemento de la
realidad, éste se coloca. El sentido y la coherencia van viniendo a ti como por
arte de magia. Y la dualidad abstracción—figuración empieza a carecer de
sentido como algo irreconciliable.
Este el camino en que me encuentro. He
querido hablaros de él yo mismo pues, al hacerlo, también me comprendo un poco
mejor.
Mariano Carabias.
Segovia. Julio 2010.
Es sorprendente, repito.
Decía que tengo entre las manos reproducciones de sus
cuadros y me llama la atención que, en la mayoría, la sonrisa (salvo el mío y
alguno más de la primera época de sus retratos) es un elemento clave que, sin
embargo, casi nunca se descubre al primer vistazo. Es como el aire que
respiramos, que parece no existir, aunque sin él seríamos cadáveres y todo
sería inútil. O como la luz en la que no caemos en la cuenta, salvo durante la
noche cuando la pesadilla nos atosiga. Así la sonrisa en estos retratos siempre
se descubre, aunque necesita de una atención especial por nuestra parte.
Supongo que como con cualquier obra de arte, no vale
una mirada superficial. No me refiero a una mirada veloz o lenta (aunque habitualmente una mirada rápida sea superficial), sino a una mirada honda o
ligera. No es la sonrisa de estos retratos una risa
franca de labios curvos o anuncio de dentífrico. Se trata de la sonrisa renacentista, incluso gótica
que empezaron a modelar los grandes artistas de las épocas citadas. Se trata de
una sonrisa que se aprecia mejor en la mirada que en los labios, como el
discurrir lento y continuo de la corriente de agua en los pequeños regatos se
deslizan vigilados o arropados por hileras de chopos u otros árboles.
En muchos casos descubro una sonrisa
cargada de ironía, como de seres que saben que todo es perfectamente relativo y
conviene marcar cierta distancia con las cosas, incluso con los acontecimientos
más duros o dramáticos, sin por ello tomarlos a la ligera.
Se podría decir que la sonrisa en la pintura de
Mariano es la luz de la mirada, la que otorga vida a esos rostros, relajados en la mayoría de los casos.
Ésta es otra característica casi común a todos los
retratos que descubro en su contemplación. Sus rostros, más que a personas
serias o preocupadas, muestran a personas relajadas, tranquilas, en apariencia
perfectamente conformes con su situación personal y vital. Una relajación que
también demuestra y transmite serenidad, acaso equilibrio.
Cuando Mariano se decidió a retratar personas, ya
había empezado a pintar rostros. Él mismo en su prólogo hace referencia a ello. Pero no es lo mismo, evidentemente.
Nunca es igual un rostro real, de carne y hueso que uno imaginado…, como bien sé
por experiencia.
Recuerdo ahora cómo una característica inventada para Iago, uno de los personajes de Aquel sábado
lluvioso, me condujo a una persona de carne y hueso. Dije de él muy al principio de la novela que hablaba con una voz como de lija.
De inmediato ante mí apareció ese rostro conocido y real que se corresponde con alguien que habla con ese tipo de voz poco agradable que rasca los oídos,
preludio de una tos que nunca llega a producirse. Al poner cara a ese
discípulo fue todo mucho más sencillo y sin duda es uno de los apóstoles más
creíbles del cuadro de los doce, incluido Judas.
Los rostros reales tienen una vida que a los
inventados es difícil de dotar. Los grandes pintores de la historia (me refiero
a los realistas), por mucho que el asunto de su cuadro fuera
imaginario o histórico utilizaban modelos para los personajes, al menos para
los principales. Y cuantos menos personajes ocupan el cuadro, más necesario es
el modelo. En ocasiones, quizá, desfiguren el aspecto o camuflen algún detalle, pero ahí estará la persona real, palpitando sobre
el lienzo, la madera, el papel, en fin, la superficie sobre la que descansará la obra, quizá logrando su rostro una posteridad imposible de otro modo.
Cada rostro es una suma casi irrepetible de múltiples
detalles. Creo que será mejor que me cite en este punto, para no tardar mucho.
Acabo de escribir en mi última novela, Identidad,
lo siguiente a este respecto:
“(…) Probablemente, y a pesar de lo
complicado de la cuestión, por una simple aplicación de una fórmula estadística
relacionada con las variaciones, combinaciones y permutaciones que afectan a
color de piel, distancia entre los ojos, tamaño y forma de estos, color y
abundancia del cabello, dimensión nasal (longitudinal y trasversal), así como
su distancia hasta las cejas y hasta el labio superior, anchura y forma de los
labios, forma y tamaño del mentón, morfología del conjunto del rostro,
etcétera, etcétera,(…)”
Sin embargo, la expresión me parece lo más difícil de todo. Yo
diría que es un milagro, porque es algo así como cazar el alma al vuelo y
dejarlo, para siempre, impreso. Y, obviamente, no conozco a todos los
retratados, pero si tengo que juzgar por los que conozco, que son la mayoría,
juraría que en todos nosotros ha capturado esa expresión más predominante, esa
forma de mirar y de situar cada músculo de la cara que nos dota de personalidad
propia, incluso el ángulo del cuello según el cual miramos al frente.
Por el contrario, si el dibujo de rostros y el
retrato ha sido una novedad en el conjunto de su devenir artístico, como él
mismo reconoce, el dominio del color ha estado siempre en él, como está el
brillo en la esencia de ser sol. No es que dibuje mal, ni mucho menos, sino que
el color es su hábitat natural como pintor.
Y esto que parece una perogrullada, pues todo el
mundo supone que el pintor lo es entre otras cosas porque domina el color, no
es algo que se pueda afirmar de un modo excesivamente tajante. En el caso de
Mariano diría que es su principal virtud, ese modo que tiene de otorgar
volumen, perspectiva, línea con la aplicación del color. El carboncillo o el
lapicero son usados, pero más bien casi como una excusa, como quien establece
unas mínimas referencias para no perderse.
Cuando Mª José visitó la exposición, su
compañera F., también pintora, le preguntó a Mariano si se ponía a pintar de
inmediato o hacía muchos bocetos. La respuesta me hizo sonreír, pues en esto nos
parecemos también. Dijo que no hacía excesivos bocetos, que se ponía a pintar,
y además directamente. Y dijo más, dijo algo que me interesó muchísimo, que no
le importaba corregir sobre lo ya pintado y modificar todo lo que había hecho,
pero dejando como sustrato el primer intento baldío o supuestamente fallido.
Algo así como mi escritura.
Eso que más arriba hablaba de la brújula y el mapa,
eso que otros dicen de esquemas antes de ponerse a escribir.
No, yo no puedo, tengo que escribir, aunque luego corrija
y corrija sobre lo inicialmente escrito. No tengo paciencia, simplemente es
eso.
De hecho esto que estoy haciendo ahora es la puesta
por escrito de unos pensamientos que ya me están empujando a concretar las
palabras de los futuros poemas. Y si no he dado el paso ya es
porque me sujeto, porque sé que todo lo que ahora escriba, todo lo que he
escrito hasta ahora, puede atesorar algún poema que de otro modo no se me habría
ocurrido. El texto, como el cuadro, siempre es cuadro aunque al final sólo haya
un documento, o sólo haya un lienzo. Será imposible para quien lea, dónde están
las palabras que primero nacieron, y en que renglón se ubican las últimas, las
definitivas, las que sustituyeron a las primeras escritas. Sin embargo, con un
equipo de rayos X se podrían visualizar las capas o sustratos sobre los que
descansa la obra que vemos…
Y de algún modo esto es un maravilloso
descubrimiento, porque al igual que nuestra cara es el resultado del transcurso
del tiempo, y dentro de la nuestra efigie de hoy, anida aún el rostro del niño
que fuimos (en determinadas ocasiones yo mismo me he reconocido en gestos que
vienen desde mi infancia), así, en el retrato que el espectador contempla,
también algo se refleja o algo queda del primer rostro pintado, que, sin
embargo, por razones desconocidas no aflora, aunque subyazga.
Pero hablaba del color y me he vuelto desviar… Y más que el color, Mariano ha convertido su mirada
en ‘cazaluces’. De siempre, como
digo, el color ha sido el hábitat en el que más cómodamente se movía, pero de
un tiempo a esta parte (¿Estos seis años a los que se refiere, quizá algo más?)
ha alcanzado la grandeza de retratar la luz. Y eso me parece especialmente logrado
en algunos de estos retratos como Resucitado,
Corona Gramínea, Senador o Que van a dar
a la mar.
Es la luz la que determina
no sólo las sombras, lo que es una obviedad, sino los colores, los volúmenes,
las perspectivas, las sutiles diferencias en las texturas. Y también uno
percibe el aprendizaje y estudio detallado y esforzado de los Impresionistas en
retratos como Nereida o Rey David que
adquieren toda su potencia en cierta distancia, esa que provoca al ojo la
ilusión de estar ante algo compacto, casi sólido…
Una cosa está escrita en el prólogo sobre la que me
gustaría también reflexionar, y que ya había citado Rodrigo en su espléndida
crítica de El Adelantado de Segovia:
la presencia de lo abstracto en estas pinturas.
Transcribo nuevamente sus palabras al respecto: “(…) Si el cuadro necesita una mancha abstracta, se
pone; y si hay que construir volumétricamente un elemento de la realidad, éste
se coloca. El sentido y la coherencia van viniendo a ti como por arte de magia.
Y la dualidad abstracción—figuración empieza a carecer de sentido como algo
irreconciliable”. Es decir, y según mi interpretación: no tiene sentido hablar de clásico o moderno, antiguo o contemporáneo. Se usa lo que sea
menester en cada situación, según convenga… De momento lo que le interesa como parte de realismo es
el rostro, el resto (fondo, vestuario, etcétera) son mero color abstracto, con
una ligera forma que ayuda a explicarnos que estamos ante una túnica, una
estola, una armadura, una coraza o un laúd… Es decir el 'realismo' se usa para adentrarse en lo que menos ha cambiado del ser humano; lo 'abstracto' para aquello que es mudable. Quizá como tengo
escrito en Pavesas y cenizas él mismo
se pueda aplicar este texto con el que Gerardo Digo se define: “Yo
no soy responsable de que me atraigan simultáneamente el campo y la ciudad, la
tradición y el futuro; de que me encante el arte nuevo y me extasíe el antiguo;
de que me vuelva loco la retórica hecha y me torne más loco el capricho de
volver a hacérmela -nueva- para mi uso particular e intransferible (...)”
Y esto puede darme
una pista de por dónde pueden ir los poemas del libro. Tengo que ser libérrimo, no centrarme en una sola forma. Donde tenga que escribir en
versos más clásicos no me tiene que temblar el pulso, pero tampoco debo dudar
si la composición me pide un tipo de poesía más moderna y audaz…
Y llegados a este punto, se me ocurre que no he
hecho la pregunta más trascendental de todas las preguntas. ¿Por qué este
libro?
Tiene que haber algo que
haya hecho posible que brotara esa idea como una semillita en mi interior. Y la
respuesta no es complicada a poco que se piense. De hecho está dada ya en
alguna medida en todas estas páginas. Se trata de seres humanos, se trata de
hablar del ser humano, y no hay nada más querido para mí que esto. El ser
humano apareciendo en los poros de cada verso. Ese es el reto, ese es el
horizonte: partir de rostros humanos para indagar en el rostro del hombre.
Esta es la clave, la piedra
angular sobre la que debe pivotar el libro. Quizá sea demasiado ambicioso, pero
sólo quien tiene estas ambiciones puede encontrar alguna consolación en el
trabajo.
Ahí tengo la tarea, me
parece, ahí debo de exprimirme, ahí debo localizar el sendero por el que
transcurra el libro, este libro.
Gerardo
Diego (Recogido por Luis García Montero
en el prólogo a la selección de poemas de este autor editada por El País
en su colección de POESÍA)