Domingo, 31 de octubre de 2010
—V—
Una semana. Ha
pasado una semana. No, no me quejaré, porque si no he escrito nada sobre todo
este proyecto, ha sido porque no he podido. No conviene que me empiece a
lacerar el ánimo con excusas absurdas. Todo lo que he hecho, había que
hacerlo, y eso es lo que al final cuenta: abrazar los propios límites como algo
inherente a uno, sin más.
Repaso mis afirmaciones y descubro residuos
de golpes contra mí mismo. ¿Se puede hablar de límites en sentido estricto?
Quizá ni siquiera eso, porque en determinados momentos a lo que llamo límites,
son exigencias propias de los seres humanos, ni más ni menos. ¿Podría ser más
exigente conmigo mismo?
Indudablemente sí, podría convertirme en un fraile de
las letras, pero a costa de cambiar mi vida, comenzando por este piso, mis hijas,
M, el trabajo… En definitiva, y aunque ahora pueda sonar a lo contrario,
tengo que sentirme razonablemente satisfecho de mi tarea, aunque no haya podido
escribir nada sobre esta idea. Confío en que no haber plasmado por escrito las
ideas, no haya demorado la tarea de crecimiento que se le supone a una semilla,
una vez que ha sido arrojada a la tierra y ha prendido en ella.
—VI—
Han
pasado algunas cosas quizá mínimas, pero que me han hecho pensar acerca de mi escritura, reflexiones, comentarios,
conversaciones que me tienen que empujar hacia el silencio público o, al menos,
hacia la disminución de la tarea.
La duda, siempre la duda.
El viernes fue el cumpleaños de mi madre. Cambió el tiempo y se presentó la anunciada borrasca de
lluvias y vientos que aún continúa. Subimos a felicitarla y
también subieron P, Mariano y los chicos. P comentó que no había tenido tiempo
para hacerme un comentario a la entrada de Pavesas
y cenizas en la que venía a decir que no sabía escribir. Desde que lo
publiqué se me han echado encima los que me quieren para criticar semejante
aserto. Mariano el primero.
Y es que la duda me lleva a pensarlo con total
honestidad. Es verdad que manejo la herramienta con cierta soltura y habilidad,
es verdad que soy capaz de plasmar, incluso a veces bellamente, las ideas que
sobrevuelan mi corazón. Pero no estoy convencido, y cada día menos, que eso
signifique que sé escribir.
Porque escribir es algo más, o eso intuyo.
No deja de cercenarme el ánimo la idea de que si no
se me publica lo que tengo escrito, después de casi dos años de blog, es que mi
tarea no reúne los suficientes méritos para que tal cosa suceda. Y llega la
pregunta clave, la pregunta que determinará mi vida; ¿Es la publicación de los libros la condición o
frontera que determina que uno es escritor o no?
Probablemente no. Probablemente escribir y
publicar sean actos que, aunque profundamente imbricados, no
tienen nada que ver. Escribir, o sea lo que hago en estos momentos, es lo único
que debe contar para mí, y para cualquiera que se dedique a este oficio.
Sin embargo algo habrá que hacer con la cantidad de palabras que dejo plasmadas
en los diferentes documentos. Y si a los demás no les interesan estas cosas no
me puedo considerar un escritor, contemplada esta tarea desde una perspectiva
pública. Pues, al fin y al cabo, aunque quien escribe no piense en el lector,
escribe para ser leído por otros, cuantos más mejor.
Por otra parte, y a raíz de ese texto de Pavesas y cenizas y de la publicación de
mi último capítulo de la novela de 7
plumas, se ha dicho una cosa y su contraria. Mª Jesús estableció que para
ella soy poeta. Alena, por ejemplo, sentenció que mi campo es el del relato
corto, puesto que en el largo, y a causa de mi tendencia a la digresión (no
escribió divagación, pero quizá lo estaba pensando), tiendo a perderme. Sin
embargo, Francisco, comentó a mi capítulo de la novela, que yo ya no estaba
para relatos cortos o microrrelatos, que mi camino estaba en la novela, que era
un escritor de fuste y bla, bla, bla… Así pues, en una sola semana la duda
creció, y la perplejidad se me instaló en las entendederas.
—VII—
La
realidad de todo este galimatías es que sin escribir, la vida me
parece un desierto insufrible, por más que goce de tantas cosas como la
existencia me regala. Si escribo, sigo gozando de esos regalos, pero todo tiene
más sentido o me siento mejor. Pero aún así, no tengo tan claro que me
tenga que desvivir por la no publicación de mis textos.
¿He de tornar al secreto? ¿He de escribir para que
nadie lea lo que escribo? ¿Por qué quien escribe necesita hacer pública su
obra?
Dice M que vivir conmigo es difícil. Y tiene razón.
Dice que verme sufrir no lo aguanta. Y me ve sufrir, porque se lleva muy mal
que este esfuerzo no conduzca a ninguna parte.
¿Qué pretende un escritor (o un artista en general)
al desear que su obra vea la luz? ¿Ser fiel a una vocación que no
buscó, pero le fue otorgada? ¿Ganar dinero? ¿Conseguir fama? ¿Vivir de lo
que le gusta? ¿Levantar exclamaciones de admiración? ¿Encontrar un lugar en el
mundo? ¿Ser una luz para quien lea, escuche o contemple su labor? ¿Justificar
su inutilidad para otras labores, quizá más necesarias para la
comunidad? ¿Alcanzar la inmortalidad? ¿Satisfacer su ego? ¿Nada de eso? ¿Todo
ello? Creo que se me podrían ocurrir más preguntas, y en cada una de ellas
tendría que decir que sí y al mismo tiempo tendría que negarlas…
Se trata de una necesidad. Eso es indudable. Pero no
tengo tan claro que esa necesidad sea real o, quizá, sea simplemente un hábito
al que me he aferrado y todos sabemos que el ser humano es un animal de
costumbres, que pronto sufre algún tipo de síndrome de abstinencia, con sus
nada placenteras consecuencias. (...)
Decía antes de la digresión (Alena, qué razón
tenías), que escribir es una necesidad que procuro satisfacer cada jornada, y
al satisfacerla algo en mi interior se relaja, se acomoda, se tranquiliza. Es
muy similar esta sensación a la de beber agua, cuando uno está sediento, o
comer cuando el estómago lo pide. Es una sensación que produce en la conciencia
una reacción similar a la que produce el deber cumplido. En este supuesto el
único deber lo tengo adquirido conmigo mismo, pero sin olvidar que, por mucho
que los demás no sepan de estos esfuerzos, hay algo de destino en esta misión y
por ello nace el bienestar después de haber trabajado unas cuantas horas.
Lo mejor será, pues, que siga escribiendo, que
continúe impertérrito con la labor, e intente olvidarme para siempre
del sentimiento de frustración y fracaso que me embarga cada vez que no consigo
la edición de un libro.
—VIII—
Los
retratos, tal y como los entiendo, más que un ejercicio de habilidad
y técnica que demuestren la pericia del artista en plasmar sobre una superficie
un parecido más que razonable de un rostro, son un ejercicio de introspección
en el carácter del retratado. De algún modo suponen atrapar el alma de un
individuo… y no sólo el alma de un momento determinado (aunque esto sea lo que
más prevalezca, obviamente), sino de una biografía y de un porvenir.
Así sucede en el caso de los retratos de Mariano: no se trata sólo de una cuestión
técnica, sino que va mucho más allá. Me parece, o así lo perciben mis
escuálidas condiciones de espectador, que aprovechando el rostro de un hombre o
una mujer de hoy (en la mayoría de los casos familiares nuestros, y algunos
amigos), ha buscado el arquetipo físico y moral de una profesión, de una
vocación, de un sueño, de una situación vital que abarca y supera más allá de
los rasgos concretos del individuo retratado.
A mi modo de ver hay que estar muy atento a los
títulos de los lienzos.
Probablemente ahora esté siguiendo el camino inverso
que él siguió. Contempló, estudió cada rostro y en esa reflexión de los rasgos
y las expresiones de cada uno de los personajes retratados encontró la
encarnación de algo que viene de más atrás y que aún hoy es importante: la
tierra de los padres, la madre, la ley, el profeta, el legado, el guerrero. Es
decir, su trabajo parte de un rostro concreto, pero le adjudica una
característica o función más general, e incluso universal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario