domingo, 16 de marzo de 2014

Bitácora de un sueño (V, VI, VII y VIII)

Domingo, 31 de octubre de 2010

—V—

Una semana. Ha pasado una semana. No, no me quejaré, porque si no he escrito nada sobre todo este proyecto, ha sido porque no he podido. No conviene que me empiece a lacerar el ánimo con excusas absurdas. Todo lo que he hecho, había que hacerlo, y eso es lo que al final cuenta: abrazar los propios límites como algo inherente a uno, sin más.
Repaso mis afirmaciones y descubro residuos de golpes contra mí mismo. ¿Se puede hablar de límites en sentido estricto? Quizá ni siquiera eso, porque en determinados momentos a lo que llamo límites, son exigencias propias de los seres humanos, ni más ni menos. ¿Podría ser más exigente conmigo mismo?
Indudablemente sí, podría convertirme en un fraile de las letras, pero a costa de cambiar mi vida, comenzando por este piso, mis hijas, M, el trabajo… En definitiva, y aunque ahora pueda sonar a lo contrario, tengo que sentirme razonablemente satisfecho de mi tarea, aunque no haya podido escribir nada sobre esta idea. Confío en que no haber plasmado por escrito las ideas, no haya demorado la tarea de crecimiento que se le supone a una semilla, una vez que ha sido arrojada a la tierra y ha prendido en ella.

—VI—

Han pasado algunas cosas quizá mínimas, pero que me han hecho pensar acerca de mi escritura, reflexiones, comentarios, conversaciones que me tienen que empujar hacia el silencio público o, al menos, hacia la disminución de la tarea.
La duda, siempre la duda.
El viernes fue el cumpleaños de mi madre. Cambió el tiempo y se presentó la anunciada borrasca de lluvias y vientos que aún continúa. Subimos a felicitarla y también subieron P, Mariano y los chicos. P comentó que no había tenido tiempo para hacerme un comentario a la entrada de Pavesas y cenizas en la que venía a decir que no sabía escribir. Desde que lo publiqué se me han echado encima los que me quieren para criticar semejante aserto. Mariano el primero.
Y es que la duda me lleva a pensarlo con total honestidad. Es verdad que manejo la herramienta con cierta soltura y habilidad, es verdad que soy capaz de plasmar, incluso a veces bellamente, las ideas que sobrevuelan mi corazón. Pero no estoy convencido, y cada día menos, que eso signifique que sé escribir.
Porque escribir es algo más, o eso intuyo.
No deja de cercenarme el ánimo la idea de que si no se me publica lo que tengo escrito, después de casi dos años de blog, es que mi tarea no reúne los suficientes méritos para que tal cosa suceda. Y llega la pregunta clave, la pregunta que determinará mi vida; ¿Es la publicación de los libros la condición o frontera que determina que uno es escritor o no?
Probablemente no. Probablemente escribir y publicar sean actos que, aunque profundamente imbricados, no tienen nada que ver. Escribir, o sea lo que hago en estos momentos, es lo único que debe contar para mí, y para cualquiera que se dedique a este oficio. Sin embargo algo habrá que hacer con la cantidad de palabras que dejo plasmadas en los diferentes documentos. Y si a los demás no les interesan estas cosas no me puedo considerar un escritor, contemplada esta tarea desde una perspectiva pública. Pues, al fin y al cabo, aunque quien escribe no piense en el lector, escribe para ser leído por otros, cuantos más mejor.
Por otra parte, y a raíz de ese texto de Pavesas y cenizas y de la publicación de mi último capítulo de la novela de 7 plumas, se ha dicho una cosa y su contraria. Mª Jesús estableció que para ella soy poeta. Alena, por ejemplo, sentenció que mi campo es el del relato corto, puesto que en el largo, y a causa de mi tendencia a la digresión (no escribió divagación, pero quizá lo estaba pensando), tiendo a perderme. Sin embargo, Francisco, comentó a mi capítulo de la novela, que yo ya no estaba para relatos cortos o microrrelatos, que mi camino estaba en la novela, que era un escritor de fuste y bla, bla, bla… Así pues, en una sola semana la duda creció, y la perplejidad se me instaló en las entendederas.

—VII—

La realidad de todo este galimatías es que sin escribir, la vida me parece un desierto insufrible, por más que goce de tantas cosas como la existencia me regala. Si escribo, sigo gozando de esos regalos, pero todo tiene más sentido o me siento mejor. Pero aún así, no tengo tan claro que me tenga que desvivir por la no publicación de mis textos.
¿He de tornar al secreto? ¿He de escribir para que nadie lea lo que escribo? ¿Por qué quien escribe necesita hacer pública su obra?
Dice M que vivir conmigo es difícil. Y tiene razón. Dice que verme sufrir no lo aguanta. Y me ve sufrir, porque se lleva muy mal que este esfuerzo no conduzca a ninguna parte.
¿Qué pretende un escritor (o un artista en general) al desear que su obra vea la luz? ¿Ser fiel a una vocación que no buscó, pero le fue otorgada? ¿Ganar dinero? ¿Conseguir fama? ¿Vivir de lo que le gusta? ¿Levantar exclamaciones de admiración? ¿Encontrar un lugar en el mundo? ¿Ser una luz para quien lea, escuche o contemple su labor? ¿Justificar su inutilidad para otras labores, quizá más necesarias para la comunidad? ¿Alcanzar la inmortalidad? ¿Satisfacer su ego? ¿Nada de eso? ¿Todo ello? Creo que se me podrían ocurrir más preguntas, y en cada una de ellas tendría que decir que sí y al mismo tiempo tendría que negarlas…
Se trata de una necesidad. Eso es indudable. Pero no tengo tan claro que esa necesidad sea real o, quizá, sea simplemente un hábito al que me he aferrado y todos sabemos que el ser humano es un animal de costumbres, que pronto sufre algún tipo de síndrome de abstinencia, con sus nada placenteras consecuencias. (...)
Decía antes de la digresión (Alena, qué razón tenías), que escribir es una necesidad que procuro satisfacer cada jornada, y al satisfacerla algo en mi interior se relaja, se acomoda, se tranquiliza. Es muy similar esta sensación a la de beber agua, cuando uno está sediento, o comer cuando el estómago lo pide. Es una sensación que produce en la conciencia una reacción similar a la que produce el deber cumplido. En este supuesto el único deber lo tengo adquirido conmigo mismo, pero sin olvidar que, por mucho que los demás no sepan de estos esfuerzos, hay algo de destino en esta misión y por ello nace el bienestar después de haber trabajado unas cuantas horas.
Lo mejor será, pues, que siga escribiendo, que continúe impertérrito con la labor, e intente olvidarme para siempre del sentimiento de frustración y fracaso que me embarga cada vez que no consigo la edición de un libro.

—VIII—

Los retratos, tal y como los entiendo, más que un ejercicio de habilidad y técnica que demuestren la pericia del artista en plasmar sobre una superficie un parecido más que razonable de un rostro, son un ejercicio de introspección en el carácter del retratado. De algún modo suponen atrapar el alma de un individuo… y no sólo el alma de un momento determinado (aunque esto sea lo que más prevalezca, obviamente), sino de una biografía y de un porvenir.
Así sucede en el caso de los retratos de Mariano: no se trata sólo de una cuestión técnica, sino que va mucho más allá. Me parece, o así lo perciben mis escuálidas condiciones de espectador, que aprovechando el rostro de un hombre o una mujer de hoy (en la mayoría de los casos familiares nuestros, y algunos amigos), ha buscado el arquetipo físico y moral de una profesión, de una vocación, de un sueño, de una situación vital que abarca y supera más allá de los rasgos concretos del individuo retratado.
A mi modo de ver hay que estar muy atento a los títulos de los lienzos.
Probablemente ahora esté siguiendo el camino inverso que él siguió. Contempló, estudió cada rostro y en esa reflexión de los rasgos y las expresiones de cada uno de los personajes retratados encontró la encarnación de algo que viene de más atrás y que aún hoy es importante: la tierra de los padres, la madre, la ley, el profeta, el legado, el guerrero. Es decir, su trabajo parte de un rostro concreto, pero le adjudica una característica o función más general, e incluso universal.

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